Sacando una elegante tarántula Brachypelma vagans de su enorme nido construido
bajo un tronco caído y cubierto de suave seda hasta el vestíbulo, escucho uno de
tantos sonidos escalofriantemente bellos que tiene la selva de Calakmul -dentro
del reino de la Cabeza de Serpiente- producido por el macho de la tropa de monos
aulladores que grita justo encima de mi cabeza con un terrible sonido gutural
que se puede escuchar a kilómetros de distancia.
Volteo hacia arriba y veo cómo en las enormes ramas de un viejo árbol sabio de
este lugar tan mágico, hay agitación en el pequeño grupo de monos saraguatos
porque se preparan para pasar la noche con la incertidumbre de ignorar si van a
ver el sol el siguiente día. Se agitan las ramas de un árbol cercano y como un
circo que se anuncia al llegar a un alejado pueblo para solaz de sus habitantes
se balancean con increíble facilidad y gran valor una tropa de monos-araña. Con
acrobáticos saltos y cara de niños traviesos cruzan cerca de los tranquilos
monos saraguatos.
Camino un poco y encuentro en el suelo un rastro conocido: un pequeño espacio
sin hojas en medio de la hojarasca, a un lado, el material faltante. Me inclino
para confirmar y el intenso olor me indica que la noche anterior un jaguar marcó
uno de los límites de su territorio en esa zona. El paisaje a mi alrededor es
inquietante y a la vez magnífico. Una alfombra de hojas de todas las tonalidades
de colores otoñales, cubre el suelo y descubre sus formas como un vestido ceñido
al cuerpo de una mujer. En donde había agua hace algunos meses -depósitos
temporales de agua aquí conocidos como "aguadas"-, se ve solamente el espacio
vacío. Raíces y troncos que antes estuvieron bajo el vital líquido ahora asoman
sin pudor alguno sus cortezas marchitas y retorcidas. Aspiro el sensual olor de
las hojas húmedas. Un sonido llama mi atención y al voltear observo una
serpiente escurrirse por entre la hojarasca, la persigo hasta conseguir
capturarla, al tenerla en mis manos confirmo que se trata de una petatilla o
Drimobius margaritiferus y admiro el hermoso patrón de sus escamas y por el cual
recibe tal nombre.
Habiéndola liberado regreso a la contemplación del tétrico paisaje. El
sotobosque es escaso debido a que los árboles jóvenes no crecen aquí ya que la
sombra de sus enormes antepasados no deja que reciban la luz del sol. Las
dolinas -hundimientos- dominan el paisaje y los eternos mosquitos aunados al
ejército de tábanos me recuerdan que este paraíso es también escenario de la
vida en todas sus formas incluso las que hacen que se torne en momentos en un
infierno. Me tengo que marchar de ese paraje tan enigmático.
Antes de irnos, escalo por una vieja torre de observación de treinta metros de
alto. La precaria escalera se bambolea mientras asciendo y de repente, al llegar
a su oxidada cima me convierto en un gigante y las miles de hectáreas de selva
que me rodean se vuelven una uniforme alfombra verde. Veo cómo avanza una gran
tormenta desde el horizonte hacia mí. Tengo poco tiempo antes de convertirme en
el pararrayos principal de esta selva, así que instalo la cuerda, me coloco el
verde.
Subo de nuevo y me detengo un momento a escuchar la sinfonía más hermosa de mi
vida: mientras los tambores de la tormenta al fondo sirven de base rítmica las
millones de cigarras me dan un tono tan ordenado que asombra. Las aves del
crepúsculo dan la melodía y las voces principales, mientras que el tenor
saraguato ocasionalmente me deja oír su estruendosa garganta. Es tiempo de
marchar.
Al manejar por los cuarenta kilómetros que aún nos faltan para llegar a la
antigua ciudad antagónica de la gran Tikal: Calakmul, la lluvia hace su
aparición. El tubo de vegetación por la que nos desplazamos se torna borroso por
la intensidad del agua cayendo. Las curvas se suceden una tras otra y el sonido
es tan intenso que hay que gritar para ser escuchado. De repente un remanso en
la tormenta permite salir a unos pavos ocelados que en su carrera loca frente a
la camioneta parecen en verdad los herederos de los dinosaurios, hasta que se
cansan de correr y comienzan un vuelo corto pero vigoroso hasta una rama en
donde se posan para descansar. Cruzan nuestro camino una pareja de tucanes y
varios Momotos con su cola en forma de péndulo y sus hermosos colores.
Llegamos a las ruinas... nos instalamos. Camino en la noche hacia la zona
arqueológica... al entrar en una plaza, la cantidad de estelas y enormes
estructuras me hacen empequeñecer y remitirme a tiempos muy muy lejanos, mi
corazón palpita y casi puedo escuchar los tambores de una ceremonia a la luz de
las hogueras y el olor mistico del copal. El sonido de las ranas inunda el
ambiente. La noche es perfecta, frente a mí, la masiva estructura II con sus
máscarones zoomorfos mirando hacia el rumbo de las obsidianas cortantes, y
proyectando su sombra gracias a la luna llena que nos cobija esta noche. Subo
por los milenarios escalones hasta llegar a la cumbre, el viento amigo me roza
el rostro y de nuevo soy un gigante con mi cesped de selva. Saludo a los cinco
rumbos y doy gracias a la magia por esta vida tan bella.
Más tarde, al paladear un buen café y a la luz del fogón el "coyote" -Don
Demetrio- nos cuenta las historias sobre su infancia en la región de los
chicleros. Es increíble como no quedó un solo árbol de zapote -Manilcara
zapota-en la selva maya que no hubiera sido aprovechado por un intrépido
chiclero en búsqueda de el oro de la selva. Nos cuenta cómo veía a cientos de
chicleros y las interminables recuas de mulas en campamentos en donde se
arriesgaba la vida a diario ya fuera por mordida de nauyaca, error al chiclear y
cortar la cuerda por un mal tajo con el machete a 30 metros del suelo, por riñas
internas, por el piquete de la mosca chiclera vector del terrible protozoario
Leishmania y muchas cosas más.
Con la mirada perdida por un viaje al ricón de los recuerdos de su mente,
Demetrio nos explica como si él mismo lo estuviera haciendo en ese mismo lugar
todo el proceso de la extracción de chicle desde la búsqueda del árbol hasta el
grabado de la marqueta -un como ladrillo de chicle de medida estandarizada-. Las
palomillas revolotean alrededor de la luz y caen para luego levantarse y
dirigirse a esa extraña fuente luminosa como poseídas por un afán brujo.
Duermo...
El aroma a tierra mojada me despierta y escucho de nuevo la sinfonía de la
selva pero esta vez en otro movimiento que yo llamaría Allegro amanecer
selvatti. Don Demetrio me enseña a trepar por un gran árbol con unos picos que
van amarrados a los pies llamados puyas mismas que se usan para chiclear y en mi
primer intento subo a unos 10 metros de una guaya. Acostumbrado a la seguridad y
confort de el equipo de espeleología, me siento indefenso a esa altura con las
puyas clavadas al tronco y una soga alrededor del mismo deteniendo mi cuerpo.
Finalmente la experiencia es increíble y Don Demetrio amablemente me dice que he
sido buen alumno.
Por la tarde vamos por la selva y Don Demetrio nos enseña los nombres comunes y
científicos de cada uno de los árboles y nos explica características de los
mismos. Nos untamos un poco de la savia del Chechén para ver que nos hace. Me
salen puntitos negros en la piel y se torna rojo el sitio donde tocó la savia.
Finalmente tenemos que regresar al mundo humano, en verdad que yo prefiero el
mundo de la selva pero tengo que hacer acto de presencia de vez en cuando con
los de mi especie.
Hoy, frente a este monitor, con el cuerpo herido por decenas de garrapatas,
moscos, tábanos, hormigas, termitas y chechén, del que por cierto me sangró, me
siento muy contento de que el mundo tenga siempre tantas sorpresas.
Chibebo
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En toda mi vida alguien me susurraba al oído:
vive, Vive, VIVE!!!
Era la Muerte.
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