Tengo una cama mullida con una sábana casi transparente a través de la cual puedo echar un vistazo a sueños ajenos. Una cobija con tiritas que dan comezón en la nariz y una colcha sin personalidad que duerme feliz con sus amigas.
A mi lado, un burocito con una lámpara de bola que no he encendido, una mesa de madera con mantel plástico de flores un perchero muy útil para colgar mis gorras y un ropero vacío que más bien es mi compañero de cuarto.Por la cortina de la puerta puedo ver la mesita del patio cubierto con vides de las que cuelgan verdes uvas.
Se escuchan viejos tangos que cantan desde la habitación de Ernesto, un anciano nostálgico como todo lo que está aquí.
Caminar por las calles de Montevideo es como un viaje al pasado, como si de repente todo se tornara blanco y negro y la gente vistiera con trajes de otros tiempos, el aire es añejo y rancio y las casas de la ciudad vieja dan estertores de muerte mientras cruzas frente a ellas.
Edificios enormes de diferentes estilos arquitectónicos se paran en las aceras como seniles gigantes que en su rostro muestran orgullosos un pasado glorioso una juventud fuerte y briosa que sin embargo... ya se fue.
Art deco, eclecticismo histórico, neoclásico y modernista se funden en un cuadro cubista como los que creaba el viejo Torres García símbolo del arte uruguayo.
Desde su caballo, Artigas mira el tiempo pasar sobre sus cenizas y sus ojos verdes de bronce lloran amargura mientras cabalga por la eternidad.
Frente a él, con sus motivos ultramarinos el único, el más característico edificio montevideano, se yergue a noventa y tantos metros de altura con sus caprichosas formas. El palacio salvo con todas sus historias, se desmorona poco a poco como un sueño al despertar.
¡Morcilla dulce por favor! y un ucraniano molesto por que lo llenan de billetes viejos en lugar de dólares y su barco está por partir, maldice en una lengua tan ajena a la mía que más bien parece un sonido gutural amorfo de alguna bestia al fenecer.
Llevo mi traje de humano, ligero, por las viejas calles y un grupo de niños con bata blanca y una ridícula corbata azul a modo de moño me recuerdan las líneas de Edmundo de Amicis en "Corazón".
Me siento a tomar un té con leche en la plaza de Fabini, mejor conocida como del entrevero y leo mi libro de Montevideanos de ese poeta que tanto quiero y que vio la luz en este pedacito de mundo: Mario Benedetti.
Los uruguayos tienen una mirada especial, como triste.
Sus sonrisas son francas y amigables pero esa esquina en sus ojos no los deja mentir.
Las casas tapiadas me invitan a entrar con la mente y a marearme por el aire viciado de siglos para encontrarme con Aura, el personaje que imaginado por Carlos Fuentes.
Al fondo del oscuro corredor debe vivir un cadáver con su ropa pegada a la piel seca, en su cama de latón, los ojos ausentes y el cabello como dorada aureola rodeando el desnudo cráneo.
Pero eso solo por las noches, por que de día se levanta como una hermosa mujer de estrecha cintura y pechos generosos lista a calentar el agua para el mate y después realizar las labores diarias como ayer, como el día antes de ayer; como hace cien años.
Vuelvo de mi abstracción y veo la bandera con bandas celestes y el sol amarillo, la gente camina como en cualquier gran ciudad, apresurada, pero aquí, termo al brazo y mate en mano llevan su carne y huesos lo más pronto posible para checar a tiempo en la tarjeta de la oficina.
La escollera sarandí huele a pescado recién muerto, las ramblas corren paralelas al río que parece mar y Montevideo sigue allí, como nunca lo soñé, como sueño al despertar...
Roberto Rojo Montevideo,
Diciembre 2005
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