Hipnotizado por la seductora danza del fuego en la oscuridad, mis pupilas se abren para capturar la magia del resplandor, escucho palabras que hacen eco en la noche en un dialecto que no entiendo. El fogón elevado calienta el hogar y crea sombras a partir de los comales y las cazuelas que cuelgan de las paredes de tablas mal cortadas. Aletargado mi cerebro, volteo lentamente hacia la fuente de las voces que escucho. Durante el viaje de mi vista observo que el pequeño jacal cuenta con todo lo necesario para vivir: cubeta roja de plástico, molino de maìz, costales con café, una resortera para matar pequeñas aves, quijadas de jabalì para curar ronchas, adorno de piel de martucha, cómodas y frescas hamacas adosadas de grasa corporal resultado de incontables noches de sueños de selva, un carrito de juguete sin una llanta en el suelo de tierra y finalmente la mesa en donde observo una pequeña familia cuicateca formada por Higinio, su esposa y
su cuñado -Lorenita y su hermanito se han ido a dormir-. Ellos ríen y cuentan las anécdotas del día inmutados por mi presencia.
Eso me hace ser un espectador de una escena que se repite infinitamente desde hace eones casi sin cambios.
Disfruto mucho los dioramas del Museo de Antropología de la ciudad de México en la sala de etnología en donde pretenden representar cómo viven las distintas comunidades de nuestro país con maniquíes. Pero ahora ellos han cobrado vida, ¡son reales! Seres humanos con historia, sueños y orgullo. El olor a madera quemándose inunda el ambiente y los grillos cantan afuera en el monte.
Hace dos días salimos de la ciudad de México Luisa, Gustavo y yo para realizar un viaje de exploración a una zona en el estado de Oaxaca muy cerca del área donde se encuentran algunas de las cuevas más profundas del país. Después de atravesar por varias peripecias para poder tomar el autobús ya que al estar muy cerca la conmemoración de la muerte de Jesucristo, la gente viaja mucho y por poco no alcanzábamos boleto, de hecho yo tuve que salir después de ellos y por otra ruta. Finalmente nos reunimos en el pueblo de San Felipe, Jalapa de Díaz en el estado de Oaxaca. De allí nos dirigimos en un viejo camión a un poblado con un extraño nombre "Flor Batavia". –Tomando en cuenta que Batavia es una ciudad
en Indonesia-
Anunciados por un pequeño letrero oxidado, supimos que estábamos en esta alejada comunidad. Hablábamos con las autoridades del pueblo mientras la policía comunitaria formada por jóvenes en edad de servicio, sin uniforme y con un palo como única arma, llevaban cargando a una persona ebria quien maldecía a sus porteadores. Una vez terminada la charla nos dirigimos hacia el hermoso cementerio del pueblo que se encuentra en un pequeño cerro coronado con una enorme ceiba –árbol venerado por las antiguas culturas mesoamericanas- en medio del camposanto, alimentada por los cadáveres de los pobladores de Flor Batavia.
Viejas tumbas de roca con el alma de una veladora encendida en su regazo
alternaban con coloridas sepulturas de reciente manufactura.
Pasamos la noche en casa de una señora muy amable. Por la mañana, muy temprano,nos alistamos para salir en dirección de la serranía que se adivinaba imponente tras los cerros que obstruían nuestro paso. El calor extenuante rápidamente comenzó el proceso de transpiración como nunca antes en nuestros cuerpos. Poco a poco comenzamos a dejar atrás los campos de cultivo y las montañas nos dejaban ver su radiante vestido verde. Así avanzamos durante algunas horas, hasta llegar al poblado que en nuestros mapas aparecía como sólo tres pequeños puntos denotando el reducido tamaño del mismo. Pero nunca imaginamos cuán reducido.
Al llegar a la primera casa consideramos necesario presentarnos y pedir informes sobre el poblado. Se nos recibió con extrañeza y agrado, mientras esperábamos a los hombres de la casa, degustamos un delicioso café y un poco de frijoles acompañados de enormes tortillas, preparadas a mano. -La gente de la ciudad no tiene la idea de los magníficos sabores que se pueden encontrar en el campo mexicano-
Por fin llegó una persona con el nombre de Higinio quien se presentó como la autoridad del pueblo. Después de las cortesías usuales preguntamos ¿cuántas casas más había en “La Escalera”? a lo que él respondió amablemente: Una... ésta. Descansamos un poco y por la tarde Higinio nos acompañó al lecho seco de un gran río cuyo resumidero fue explorado por Ramón Espinasa años atrás y allí nos mostró algunas cuevas que él conocía. Exploramos su interior pero la mayoría de ellas, a pesar de ser hermosas, terminaban a unas cuantas decenas de metros del comienzo. En una de ellas, sentados a la entrada de la misma, Higinio nos contó la forma en la que la descubrieron, antes de irnos, consultamos a la interfecta quien nos confesó una historia:
“Estaba una vez una cueva (ella) meditando sobre su papel en el mundo, rodeada de exuberante vegetación que se ha acercado a crecer en la entrada porque allí es mas fresco y así no sufren con el agobiante calor que hay afuera. Las cosas han sido iguales desde hace cientos de años, las estaciones se suceden con armonioso orden, los ciclos naturales en estricto rigor. Por la mañana las aves trinan, cerca del medio día, sólo se escucha el sonido de alguna perdida brisa o el corretear sobre las hojas de alguna inquieta lagartija y en la noche el búho que habita cerca comienza su monólogo. Este es un día como los miles que han desfilado por aquí. Pero de pronto se escuchan sonidos extraños y agitación en el bosque... llama la atención de la cueva que incapaz de voltear se preocupa y se truena sus estalactitas de nervios y ansiedad.
El ruido se acerca, es cada vez mas fuerte e inquietante y como esperado augurio llega a toda velocidad un pequeño tepezcuintle, se frena y derrapa al descubrir la cueva salvadora... está aterrorizado. La cueva en un lenguaje que los humanos somos incapaces de reconocer le ofrece su entrada al asustado animalillo, no entiende de qué huye pero sabe que por el momento puede ayudarle. El tepezcuintle se refugia en las entrañas de la oquedad, unos segundos después llega un par de animales que la cueva nunca había visto muy parecidos a las zorras. Estos dos animales ladran y hacen bulla delatando el rastro del perseguido.
Al pasar unos minutos llegan dos seres caminando en dos patas, se ven muy
cansados, transpiran profusamente y su respiración es muy agitada, uno de ellos en su mano carga una extraña rama como un bejuco seco y hueco. La cueva entiende que este extraño grupo es la razón del temor del tepezcuintle. Los seres bípedos se comunican entre ellos y se dan empujones animándose a entrar a la cueva, entonces ella se torna lúgubre y atemorizante -una faceta que pocas veces adquiere- Los extraños seres señalan con su bejuco hacia el interior de la cueva, de repente un estruendo comparado sólo con el sonido de los truenos en noches de tormenta suena y las aves cercanas huyen hacia el cielo. La cueva siente un fuerte dolor, un líquido caliente escurre por su piso, los seres
bípedos que al principio guardaban silencio atentos a lo que ocurría dentro de la cueva ahora sonríen y gritan con euforia.
Uno de ellos se aventura unos metros dentro de la herida e impotente cueva y saca el cadáver del pequeño tepezcuintle. Felices y con sus animales ladradores moviendo la cola, amarran el cuerpo inerme, le dan un último vistazo a la doliente y triste cueva y poco a poco se alejan.”
Ahora ella sabe de los humanos y de su desenfrenada codicia.
Agotados, dormimos esa noche en el sueño de la selva. Por la mañana siguiente seguimos nuestro camino hacia las alturas. Guiados un rato por el cuñado de Higinio, cruzamos por el sitio del que toma el poblado su nombre: una extraña escalera lítica de procedencia desconocida, probablemente de origen prehispánico o una formación natural. Más adelante encontramos a un cazador en el camino.
Flaco, correoso y con la mirada un poco extraviada al igual que su perro -fiel acompañante- nos contó sobre los animales que aún se encuentran en la selva, mientras el cuñado de Higinio practicaba su puntería con la resortera tratando de matar unas pequeñas palomitas perchadas en una rama cercana. Continuamos nuestro tortuoso ascenso cubiertos por antiguos árboles de unos 35 metros de alto forrados de plantas epífitas y enormes lianas. Al encontrar un pequeño ojo de agua nos detenemos a refrescarnos mientras nuestro guía se despide ya que tiene que continuar con sus labores cotidianas. Nos da salvoconductos para atravesar los siguientes poblados, nos habla sobre la gente buena y mala de la zona. Caminamos unas horas más marcando los puntos en donde encontrábamos dolinas -hundimientos-(posibles entradas a cuevas) y explorando cuanto nos era posible.
Finalmente llegamos a “Piedra Colorada” lugar que nos recibió muy bien. Al entrar al pueblo charlamos con una pareja de octogenarios que orgullosos nos contaban de cómo el ancianito fue de los primeros en llegar a la zona y abrió con sus manos un agujero de donde salía agua para hacerlo más grande y allí se establecieron. Nos contaban de cuando las mujeres usaban sus vestidos tradicionales y de cómo una vez que pasó un avión muy bajo la gente aterrada, corría y lloraba.
Le dieron un poco de aguardiente a Luisa para untárselo sobre la piel y así
aliviar la comezón de sus ronchas causadas por los inclementes mosquitos la
noche anterior. Fuimos a la casa de Juan, la persona que el cuñado de Higinio nos había recomendado pero él no estaba, así que pasamos la tarde jugando fútbol con un grupo de agrestes y libres niños fuera de toda preocupación sobre raspones y esas cosas que las madres evitan a sus hijos sin saber que limitan su espíritu aventurero, construían sus propias reglas y cuando no dejábamos jugar a uno de ellos iba por su rifle de madera y en su coraje nos mataba a todos.
Después uno de ellos corría en círculos con una escoba entre sus piernas a modo de caballito mientras otro diestramente lo lazaba con un flexible bejuco.
Así llegó Juan. Persona con una experiencia increíble en el monte como le llaman allá a la selva. El día siguiente nos guió durante algunas horas camino abajo hasta el sitio donde corre un arroyo en época de lluvias con una fuerza increíble, según pudimos notar por las enormes piedras arrastradas y el amplio lecho seco que ahora ocupa el espacio. Un incipiente puente olvidado e inútil en la época de secas cuelga lleno de helechos y chimuelo de maderas. Ese puente es reconstruido cada año antes de la época de lluvias por las personas que habitan una de estas alejadas comunidades llamada la Pochota. Cruzando hacia la otra orilla del río fantasma subimos una inclinada pendiente, pasamos por un acahual y al cuestionar a Juan al respecto dijo que ese era un pueblo donde habitaban
unos cuantos ancianos que poco a poco fueron muriendo hasta que no quedó nadie y el pueblo desapareció.
Así llegamos a la entrada de una cueva a la que ingresamos para averiguar sus secretos. Con una extraña forma, pero con poca profundidad, Gustavo y yo estábamos a punto de regresar cuando hallamos un raro ejemplar de una tarántula de cavernas, adaptada durante miles de años a vivir en este ambiente sin luz.
Caminando por ese gigantesco paraje nos sentíamos como enanos al voltear a ver los inmensos árboles que apuntaban hacia el firmamento sobre nuestras cabezas así como las rocas del tamaño de casas arrastradas por la poderosa corriente.
Exploramos el interior de frescas cuevas, pero ninguna resultó muy profunda. Por la noche y desde mi tienda de campaña apostada en el solar de Don Juan, veía por entre las rendijas de la madera el movimiento de la familia que nos daba hospedaje al avanzar dentro de su jacal con lo que ellos llaman candil que no es más que una lata con una mecha y gasolina. Una vez que la luz se apagó pude ver el maravilloso brillo de miles de luciérnagas que dejaban adivinar la silueta del cerro frente a nosotros en la negra noche. A la mañana siguiente partimos para San Andrés Teotitlapan, un pueblo con más gente y comercios. Nos despedimos
de Don Juan agradeciendo su hospitalidad.
A lo largo del camino no dejábamos oquedad sin revisar, algunas veces
atravesando por intrincadas marañas de espinos para llegar al fondo de la
dolina. Y así seguimos hasta llegar a nuestro destino. Se nos permitió dormir en la comandancia y por la tarde nos fueron suministrados dos policías para guiarnos a una cueva en donde la gente celebra la conmemoración de las tres caídas del vía crucis ya que según la tradición allí hubo una aparición de una imagen de tal evento. Entramos a un sitio místico, lleno de veladoras y botellas de cerveza donde la gente se congrega por centenares para poder orar en el estrecho pasaje. Encaramados en una alta roca mientras el crepúsculo avanzaba realizamos una evaluación de la expedición, augurando futuros hallazgos y áreas para explorar ya que la zona cuenta con un alto potencial cárstico.
La presencia de vencejos surcando el aire con sus elegantes collares blancos sobre su traje negro nos aconsejan regresar ya que ellos suelen habitar en paredes de cuevas. Así, el atardecer se inunda de colores pastel y comienza una nueva noche. A las cuatro y media de la mañana, heridos por pulgas hambrientas que viven en los petates que nos fueron proporcionados, nos levantamos para no perder el camión que con alarmantes bocinazos anuncia su partida. Un tortuoso viaje de seis horas concluye nuestra travesía por una de las partes más bellas de nuestra nación. La vegetación cambia dramáticamente hasta convertirse en un espinoso desierto que nos indica que ya estamos cerca de Cuicatlán. Y así descansando en el camión de regreso a la ciudad de México, soñando con nuevas aventuras, el trío de exploradores deja abierta una puerta seductora como la danza del fuego en la oscuridad.
Roberto Rojo
–Chibebo- 24/Jun/03
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En toda mi vida alguien me susurraba al oído:
vive, Vive, VIVE!!!
Era la Muerte.
simplemente maravilloso, es increible lo bien que se puede conoser a un pais a partir de su gente y de sus paisajes, es de verdad una envidia no poder hacer ese tipo de viajes por todo el pais una misma, pero con los relatos que nos cuentas nos das la pauta para hacerlo, gracias Roberto
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