Tantas veces que me he sentido identificado con este texto.
RR
Tabaquería
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.
Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.
Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones!
Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?
No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol verdadero
ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,
y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera,
y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad con que comes!
Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel de estaño,
lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)
Pero por lo menos queda de la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido hacia lo Imposible.
Pero por lo menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro
la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.
(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como una estatua que estuviese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,
o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,
o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,
todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar, que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)
He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.
He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me había quitado.
Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para demostrar que soy sublime.
Esencia musical de mis versos inútiles,
ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,
y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo
como una alfombra en la que tropieza un borracho
o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.
Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la puerta y se ha quedado a la puerta.
Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,
y con la incomodidad del alma que está comprendiendo mal.
Morirá él y moriré yo.
Él dejará la muestra y yo dejaré versos.
En determinado momento morirá también la muestra, y los versos también.
Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo la muestra,
y la lengua en que fueron escritos los versos,
morirá después el planeta girador en que sucedió todo esto.
En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así como gente
continuará haciendo cosas semejantes a versos y viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan verdadero como el sueño del misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.
Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo a medias con energía, convencido, humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo al humo como a una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de encontrarse indispuesto.
Después me echo para atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
a lo mejor sería feliz.)
Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.
El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)
Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto.
Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves! , y el Universo
se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario de la tabaquería se ha sonreído
martes, 14 de diciembre de 2010
domingo, 12 de diciembre de 2010
lunes, 6 de diciembre de 2010
Flor Batavia
Hipnotizado por la seductora danza del fuego en la oscuridad, mis pupilas se abren para capturar la magia del resplandor, escucho palabras que hacen eco en la noche en un dialecto que no entiendo. El fogón elevado calienta el hogar y crea sombras a partir de los comales y las cazuelas que cuelgan de las paredes de tablas mal cortadas. Aletargado mi cerebro, volteo lentamente hacia la fuente de las voces que escucho. Durante el viaje de mi vista observo que el pequeño jacal cuenta con todo lo necesario para vivir: cubeta roja de plástico, molino de maìz, costales con café, una resortera para matar pequeñas aves, quijadas de jabalì para curar ronchas, adorno de piel de martucha, cómodas y frescas hamacas adosadas de grasa corporal resultado de incontables noches de sueños de selva, un carrito de juguete sin una llanta en el suelo de tierra y finalmente la mesa en donde observo una pequeña familia cuicateca formada por Higinio, su esposa y
su cuñado -Lorenita y su hermanito se han ido a dormir-. Ellos ríen y cuentan las anécdotas del día inmutados por mi presencia.
Eso me hace ser un espectador de una escena que se repite infinitamente desde hace eones casi sin cambios.
Disfruto mucho los dioramas del Museo de Antropología de la ciudad de México en la sala de etnología en donde pretenden representar cómo viven las distintas comunidades de nuestro país con maniquíes. Pero ahora ellos han cobrado vida, ¡son reales! Seres humanos con historia, sueños y orgullo. El olor a madera quemándose inunda el ambiente y los grillos cantan afuera en el monte.
Hace dos días salimos de la ciudad de México Luisa, Gustavo y yo para realizar un viaje de exploración a una zona en el estado de Oaxaca muy cerca del área donde se encuentran algunas de las cuevas más profundas del país. Después de atravesar por varias peripecias para poder tomar el autobús ya que al estar muy cerca la conmemoración de la muerte de Jesucristo, la gente viaja mucho y por poco no alcanzábamos boleto, de hecho yo tuve que salir después de ellos y por otra ruta. Finalmente nos reunimos en el pueblo de San Felipe, Jalapa de Díaz en el estado de Oaxaca. De allí nos dirigimos en un viejo camión a un poblado con un extraño nombre "Flor Batavia". –Tomando en cuenta que Batavia es una ciudad
en Indonesia-
Anunciados por un pequeño letrero oxidado, supimos que estábamos en esta alejada comunidad. Hablábamos con las autoridades del pueblo mientras la policía comunitaria formada por jóvenes en edad de servicio, sin uniforme y con un palo como única arma, llevaban cargando a una persona ebria quien maldecía a sus porteadores. Una vez terminada la charla nos dirigimos hacia el hermoso cementerio del pueblo que se encuentra en un pequeño cerro coronado con una enorme ceiba –árbol venerado por las antiguas culturas mesoamericanas- en medio del camposanto, alimentada por los cadáveres de los pobladores de Flor Batavia.
Viejas tumbas de roca con el alma de una veladora encendida en su regazo
alternaban con coloridas sepulturas de reciente manufactura.
Pasamos la noche en casa de una señora muy amable. Por la mañana, muy temprano,nos alistamos para salir en dirección de la serranía que se adivinaba imponente tras los cerros que obstruían nuestro paso. El calor extenuante rápidamente comenzó el proceso de transpiración como nunca antes en nuestros cuerpos. Poco a poco comenzamos a dejar atrás los campos de cultivo y las montañas nos dejaban ver su radiante vestido verde. Así avanzamos durante algunas horas, hasta llegar al poblado que en nuestros mapas aparecía como sólo tres pequeños puntos denotando el reducido tamaño del mismo. Pero nunca imaginamos cuán reducido.
Al llegar a la primera casa consideramos necesario presentarnos y pedir informes sobre el poblado. Se nos recibió con extrañeza y agrado, mientras esperábamos a los hombres de la casa, degustamos un delicioso café y un poco de frijoles acompañados de enormes tortillas, preparadas a mano. -La gente de la ciudad no tiene la idea de los magníficos sabores que se pueden encontrar en el campo mexicano-
Por fin llegó una persona con el nombre de Higinio quien se presentó como la autoridad del pueblo. Después de las cortesías usuales preguntamos ¿cuántas casas más había en “La Escalera”? a lo que él respondió amablemente: Una... ésta. Descansamos un poco y por la tarde Higinio nos acompañó al lecho seco de un gran río cuyo resumidero fue explorado por Ramón Espinasa años atrás y allí nos mostró algunas cuevas que él conocía. Exploramos su interior pero la mayoría de ellas, a pesar de ser hermosas, terminaban a unas cuantas decenas de metros del comienzo. En una de ellas, sentados a la entrada de la misma, Higinio nos contó la forma en la que la descubrieron, antes de irnos, consultamos a la interfecta quien nos confesó una historia:
“Estaba una vez una cueva (ella) meditando sobre su papel en el mundo, rodeada de exuberante vegetación que se ha acercado a crecer en la entrada porque allí es mas fresco y así no sufren con el agobiante calor que hay afuera. Las cosas han sido iguales desde hace cientos de años, las estaciones se suceden con armonioso orden, los ciclos naturales en estricto rigor. Por la mañana las aves trinan, cerca del medio día, sólo se escucha el sonido de alguna perdida brisa o el corretear sobre las hojas de alguna inquieta lagartija y en la noche el búho que habita cerca comienza su monólogo. Este es un día como los miles que han desfilado por aquí. Pero de pronto se escuchan sonidos extraños y agitación en el bosque... llama la atención de la cueva que incapaz de voltear se preocupa y se truena sus estalactitas de nervios y ansiedad.
El ruido se acerca, es cada vez mas fuerte e inquietante y como esperado augurio llega a toda velocidad un pequeño tepezcuintle, se frena y derrapa al descubrir la cueva salvadora... está aterrorizado. La cueva en un lenguaje que los humanos somos incapaces de reconocer le ofrece su entrada al asustado animalillo, no entiende de qué huye pero sabe que por el momento puede ayudarle. El tepezcuintle se refugia en las entrañas de la oquedad, unos segundos después llega un par de animales que la cueva nunca había visto muy parecidos a las zorras. Estos dos animales ladran y hacen bulla delatando el rastro del perseguido.
Al pasar unos minutos llegan dos seres caminando en dos patas, se ven muy
cansados, transpiran profusamente y su respiración es muy agitada, uno de ellos en su mano carga una extraña rama como un bejuco seco y hueco. La cueva entiende que este extraño grupo es la razón del temor del tepezcuintle. Los seres bípedos se comunican entre ellos y se dan empujones animándose a entrar a la cueva, entonces ella se torna lúgubre y atemorizante -una faceta que pocas veces adquiere- Los extraños seres señalan con su bejuco hacia el interior de la cueva, de repente un estruendo comparado sólo con el sonido de los truenos en noches de tormenta suena y las aves cercanas huyen hacia el cielo. La cueva siente un fuerte dolor, un líquido caliente escurre por su piso, los seres
bípedos que al principio guardaban silencio atentos a lo que ocurría dentro de la cueva ahora sonríen y gritan con euforia.
Uno de ellos se aventura unos metros dentro de la herida e impotente cueva y saca el cadáver del pequeño tepezcuintle. Felices y con sus animales ladradores moviendo la cola, amarran el cuerpo inerme, le dan un último vistazo a la doliente y triste cueva y poco a poco se alejan.”
Ahora ella sabe de los humanos y de su desenfrenada codicia.
Agotados, dormimos esa noche en el sueño de la selva. Por la mañana siguiente seguimos nuestro camino hacia las alturas. Guiados un rato por el cuñado de Higinio, cruzamos por el sitio del que toma el poblado su nombre: una extraña escalera lítica de procedencia desconocida, probablemente de origen prehispánico o una formación natural. Más adelante encontramos a un cazador en el camino.
Flaco, correoso y con la mirada un poco extraviada al igual que su perro -fiel acompañante- nos contó sobre los animales que aún se encuentran en la selva, mientras el cuñado de Higinio practicaba su puntería con la resortera tratando de matar unas pequeñas palomitas perchadas en una rama cercana. Continuamos nuestro tortuoso ascenso cubiertos por antiguos árboles de unos 35 metros de alto forrados de plantas epífitas y enormes lianas. Al encontrar un pequeño ojo de agua nos detenemos a refrescarnos mientras nuestro guía se despide ya que tiene que continuar con sus labores cotidianas. Nos da salvoconductos para atravesar los siguientes poblados, nos habla sobre la gente buena y mala de la zona. Caminamos unas horas más marcando los puntos en donde encontrábamos dolinas -hundimientos-(posibles entradas a cuevas) y explorando cuanto nos era posible.
Finalmente llegamos a “Piedra Colorada” lugar que nos recibió muy bien. Al entrar al pueblo charlamos con una pareja de octogenarios que orgullosos nos contaban de cómo el ancianito fue de los primeros en llegar a la zona y abrió con sus manos un agujero de donde salía agua para hacerlo más grande y allí se establecieron. Nos contaban de cuando las mujeres usaban sus vestidos tradicionales y de cómo una vez que pasó un avión muy bajo la gente aterrada, corría y lloraba.
Le dieron un poco de aguardiente a Luisa para untárselo sobre la piel y así
aliviar la comezón de sus ronchas causadas por los inclementes mosquitos la
noche anterior. Fuimos a la casa de Juan, la persona que el cuñado de Higinio nos había recomendado pero él no estaba, así que pasamos la tarde jugando fútbol con un grupo de agrestes y libres niños fuera de toda preocupación sobre raspones y esas cosas que las madres evitan a sus hijos sin saber que limitan su espíritu aventurero, construían sus propias reglas y cuando no dejábamos jugar a uno de ellos iba por su rifle de madera y en su coraje nos mataba a todos.
Después uno de ellos corría en círculos con una escoba entre sus piernas a modo de caballito mientras otro diestramente lo lazaba con un flexible bejuco.
Así llegó Juan. Persona con una experiencia increíble en el monte como le llaman allá a la selva. El día siguiente nos guió durante algunas horas camino abajo hasta el sitio donde corre un arroyo en época de lluvias con una fuerza increíble, según pudimos notar por las enormes piedras arrastradas y el amplio lecho seco que ahora ocupa el espacio. Un incipiente puente olvidado e inútil en la época de secas cuelga lleno de helechos y chimuelo de maderas. Ese puente es reconstruido cada año antes de la época de lluvias por las personas que habitan una de estas alejadas comunidades llamada la Pochota. Cruzando hacia la otra orilla del río fantasma subimos una inclinada pendiente, pasamos por un acahual y al cuestionar a Juan al respecto dijo que ese era un pueblo donde habitaban
unos cuantos ancianos que poco a poco fueron muriendo hasta que no quedó nadie y el pueblo desapareció.
Así llegamos a la entrada de una cueva a la que ingresamos para averiguar sus secretos. Con una extraña forma, pero con poca profundidad, Gustavo y yo estábamos a punto de regresar cuando hallamos un raro ejemplar de una tarántula de cavernas, adaptada durante miles de años a vivir en este ambiente sin luz.
Caminando por ese gigantesco paraje nos sentíamos como enanos al voltear a ver los inmensos árboles que apuntaban hacia el firmamento sobre nuestras cabezas así como las rocas del tamaño de casas arrastradas por la poderosa corriente.
Exploramos el interior de frescas cuevas, pero ninguna resultó muy profunda. Por la noche y desde mi tienda de campaña apostada en el solar de Don Juan, veía por entre las rendijas de la madera el movimiento de la familia que nos daba hospedaje al avanzar dentro de su jacal con lo que ellos llaman candil que no es más que una lata con una mecha y gasolina. Una vez que la luz se apagó pude ver el maravilloso brillo de miles de luciérnagas que dejaban adivinar la silueta del cerro frente a nosotros en la negra noche. A la mañana siguiente partimos para San Andrés Teotitlapan, un pueblo con más gente y comercios. Nos despedimos
de Don Juan agradeciendo su hospitalidad.
A lo largo del camino no dejábamos oquedad sin revisar, algunas veces
atravesando por intrincadas marañas de espinos para llegar al fondo de la
dolina. Y así seguimos hasta llegar a nuestro destino. Se nos permitió dormir en la comandancia y por la tarde nos fueron suministrados dos policías para guiarnos a una cueva en donde la gente celebra la conmemoración de las tres caídas del vía crucis ya que según la tradición allí hubo una aparición de una imagen de tal evento. Entramos a un sitio místico, lleno de veladoras y botellas de cerveza donde la gente se congrega por centenares para poder orar en el estrecho pasaje. Encaramados en una alta roca mientras el crepúsculo avanzaba realizamos una evaluación de la expedición, augurando futuros hallazgos y áreas para explorar ya que la zona cuenta con un alto potencial cárstico.
La presencia de vencejos surcando el aire con sus elegantes collares blancos sobre su traje negro nos aconsejan regresar ya que ellos suelen habitar en paredes de cuevas. Así, el atardecer se inunda de colores pastel y comienza una nueva noche. A las cuatro y media de la mañana, heridos por pulgas hambrientas que viven en los petates que nos fueron proporcionados, nos levantamos para no perder el camión que con alarmantes bocinazos anuncia su partida. Un tortuoso viaje de seis horas concluye nuestra travesía por una de las partes más bellas de nuestra nación. La vegetación cambia dramáticamente hasta convertirse en un espinoso desierto que nos indica que ya estamos cerca de Cuicatlán. Y así descansando en el camión de regreso a la ciudad de México, soñando con nuevas aventuras, el trío de exploradores deja abierta una puerta seductora como la danza del fuego en la oscuridad.
Roberto Rojo
–Chibebo- 24/Jun/03
=====
En toda mi vida alguien me susurraba al oído:
vive, Vive, VIVE!!!
Era la Muerte.
su cuñado -Lorenita y su hermanito se han ido a dormir-. Ellos ríen y cuentan las anécdotas del día inmutados por mi presencia.
Eso me hace ser un espectador de una escena que se repite infinitamente desde hace eones casi sin cambios.
Disfruto mucho los dioramas del Museo de Antropología de la ciudad de México en la sala de etnología en donde pretenden representar cómo viven las distintas comunidades de nuestro país con maniquíes. Pero ahora ellos han cobrado vida, ¡son reales! Seres humanos con historia, sueños y orgullo. El olor a madera quemándose inunda el ambiente y los grillos cantan afuera en el monte.
Hace dos días salimos de la ciudad de México Luisa, Gustavo y yo para realizar un viaje de exploración a una zona en el estado de Oaxaca muy cerca del área donde se encuentran algunas de las cuevas más profundas del país. Después de atravesar por varias peripecias para poder tomar el autobús ya que al estar muy cerca la conmemoración de la muerte de Jesucristo, la gente viaja mucho y por poco no alcanzábamos boleto, de hecho yo tuve que salir después de ellos y por otra ruta. Finalmente nos reunimos en el pueblo de San Felipe, Jalapa de Díaz en el estado de Oaxaca. De allí nos dirigimos en un viejo camión a un poblado con un extraño nombre "Flor Batavia". –Tomando en cuenta que Batavia es una ciudad
en Indonesia-
Anunciados por un pequeño letrero oxidado, supimos que estábamos en esta alejada comunidad. Hablábamos con las autoridades del pueblo mientras la policía comunitaria formada por jóvenes en edad de servicio, sin uniforme y con un palo como única arma, llevaban cargando a una persona ebria quien maldecía a sus porteadores. Una vez terminada la charla nos dirigimos hacia el hermoso cementerio del pueblo que se encuentra en un pequeño cerro coronado con una enorme ceiba –árbol venerado por las antiguas culturas mesoamericanas- en medio del camposanto, alimentada por los cadáveres de los pobladores de Flor Batavia.
Viejas tumbas de roca con el alma de una veladora encendida en su regazo
alternaban con coloridas sepulturas de reciente manufactura.
Pasamos la noche en casa de una señora muy amable. Por la mañana, muy temprano,nos alistamos para salir en dirección de la serranía que se adivinaba imponente tras los cerros que obstruían nuestro paso. El calor extenuante rápidamente comenzó el proceso de transpiración como nunca antes en nuestros cuerpos. Poco a poco comenzamos a dejar atrás los campos de cultivo y las montañas nos dejaban ver su radiante vestido verde. Así avanzamos durante algunas horas, hasta llegar al poblado que en nuestros mapas aparecía como sólo tres pequeños puntos denotando el reducido tamaño del mismo. Pero nunca imaginamos cuán reducido.
Al llegar a la primera casa consideramos necesario presentarnos y pedir informes sobre el poblado. Se nos recibió con extrañeza y agrado, mientras esperábamos a los hombres de la casa, degustamos un delicioso café y un poco de frijoles acompañados de enormes tortillas, preparadas a mano. -La gente de la ciudad no tiene la idea de los magníficos sabores que se pueden encontrar en el campo mexicano-
Por fin llegó una persona con el nombre de Higinio quien se presentó como la autoridad del pueblo. Después de las cortesías usuales preguntamos ¿cuántas casas más había en “La Escalera”? a lo que él respondió amablemente: Una... ésta. Descansamos un poco y por la tarde Higinio nos acompañó al lecho seco de un gran río cuyo resumidero fue explorado por Ramón Espinasa años atrás y allí nos mostró algunas cuevas que él conocía. Exploramos su interior pero la mayoría de ellas, a pesar de ser hermosas, terminaban a unas cuantas decenas de metros del comienzo. En una de ellas, sentados a la entrada de la misma, Higinio nos contó la forma en la que la descubrieron, antes de irnos, consultamos a la interfecta quien nos confesó una historia:
“Estaba una vez una cueva (ella) meditando sobre su papel en el mundo, rodeada de exuberante vegetación que se ha acercado a crecer en la entrada porque allí es mas fresco y así no sufren con el agobiante calor que hay afuera. Las cosas han sido iguales desde hace cientos de años, las estaciones se suceden con armonioso orden, los ciclos naturales en estricto rigor. Por la mañana las aves trinan, cerca del medio día, sólo se escucha el sonido de alguna perdida brisa o el corretear sobre las hojas de alguna inquieta lagartija y en la noche el búho que habita cerca comienza su monólogo. Este es un día como los miles que han desfilado por aquí. Pero de pronto se escuchan sonidos extraños y agitación en el bosque... llama la atención de la cueva que incapaz de voltear se preocupa y se truena sus estalactitas de nervios y ansiedad.
El ruido se acerca, es cada vez mas fuerte e inquietante y como esperado augurio llega a toda velocidad un pequeño tepezcuintle, se frena y derrapa al descubrir la cueva salvadora... está aterrorizado. La cueva en un lenguaje que los humanos somos incapaces de reconocer le ofrece su entrada al asustado animalillo, no entiende de qué huye pero sabe que por el momento puede ayudarle. El tepezcuintle se refugia en las entrañas de la oquedad, unos segundos después llega un par de animales que la cueva nunca había visto muy parecidos a las zorras. Estos dos animales ladran y hacen bulla delatando el rastro del perseguido.
Al pasar unos minutos llegan dos seres caminando en dos patas, se ven muy
cansados, transpiran profusamente y su respiración es muy agitada, uno de ellos en su mano carga una extraña rama como un bejuco seco y hueco. La cueva entiende que este extraño grupo es la razón del temor del tepezcuintle. Los seres bípedos se comunican entre ellos y se dan empujones animándose a entrar a la cueva, entonces ella se torna lúgubre y atemorizante -una faceta que pocas veces adquiere- Los extraños seres señalan con su bejuco hacia el interior de la cueva, de repente un estruendo comparado sólo con el sonido de los truenos en noches de tormenta suena y las aves cercanas huyen hacia el cielo. La cueva siente un fuerte dolor, un líquido caliente escurre por su piso, los seres
bípedos que al principio guardaban silencio atentos a lo que ocurría dentro de la cueva ahora sonríen y gritan con euforia.
Uno de ellos se aventura unos metros dentro de la herida e impotente cueva y saca el cadáver del pequeño tepezcuintle. Felices y con sus animales ladradores moviendo la cola, amarran el cuerpo inerme, le dan un último vistazo a la doliente y triste cueva y poco a poco se alejan.”
Ahora ella sabe de los humanos y de su desenfrenada codicia.
Agotados, dormimos esa noche en el sueño de la selva. Por la mañana siguiente seguimos nuestro camino hacia las alturas. Guiados un rato por el cuñado de Higinio, cruzamos por el sitio del que toma el poblado su nombre: una extraña escalera lítica de procedencia desconocida, probablemente de origen prehispánico o una formación natural. Más adelante encontramos a un cazador en el camino.
Flaco, correoso y con la mirada un poco extraviada al igual que su perro -fiel acompañante- nos contó sobre los animales que aún se encuentran en la selva, mientras el cuñado de Higinio practicaba su puntería con la resortera tratando de matar unas pequeñas palomitas perchadas en una rama cercana. Continuamos nuestro tortuoso ascenso cubiertos por antiguos árboles de unos 35 metros de alto forrados de plantas epífitas y enormes lianas. Al encontrar un pequeño ojo de agua nos detenemos a refrescarnos mientras nuestro guía se despide ya que tiene que continuar con sus labores cotidianas. Nos da salvoconductos para atravesar los siguientes poblados, nos habla sobre la gente buena y mala de la zona. Caminamos unas horas más marcando los puntos en donde encontrábamos dolinas -hundimientos-(posibles entradas a cuevas) y explorando cuanto nos era posible.
Finalmente llegamos a “Piedra Colorada” lugar que nos recibió muy bien. Al entrar al pueblo charlamos con una pareja de octogenarios que orgullosos nos contaban de cómo el ancianito fue de los primeros en llegar a la zona y abrió con sus manos un agujero de donde salía agua para hacerlo más grande y allí se establecieron. Nos contaban de cuando las mujeres usaban sus vestidos tradicionales y de cómo una vez que pasó un avión muy bajo la gente aterrada, corría y lloraba.
Le dieron un poco de aguardiente a Luisa para untárselo sobre la piel y así
aliviar la comezón de sus ronchas causadas por los inclementes mosquitos la
noche anterior. Fuimos a la casa de Juan, la persona que el cuñado de Higinio nos había recomendado pero él no estaba, así que pasamos la tarde jugando fútbol con un grupo de agrestes y libres niños fuera de toda preocupación sobre raspones y esas cosas que las madres evitan a sus hijos sin saber que limitan su espíritu aventurero, construían sus propias reglas y cuando no dejábamos jugar a uno de ellos iba por su rifle de madera y en su coraje nos mataba a todos.
Después uno de ellos corría en círculos con una escoba entre sus piernas a modo de caballito mientras otro diestramente lo lazaba con un flexible bejuco.
Así llegó Juan. Persona con una experiencia increíble en el monte como le llaman allá a la selva. El día siguiente nos guió durante algunas horas camino abajo hasta el sitio donde corre un arroyo en época de lluvias con una fuerza increíble, según pudimos notar por las enormes piedras arrastradas y el amplio lecho seco que ahora ocupa el espacio. Un incipiente puente olvidado e inútil en la época de secas cuelga lleno de helechos y chimuelo de maderas. Ese puente es reconstruido cada año antes de la época de lluvias por las personas que habitan una de estas alejadas comunidades llamada la Pochota. Cruzando hacia la otra orilla del río fantasma subimos una inclinada pendiente, pasamos por un acahual y al cuestionar a Juan al respecto dijo que ese era un pueblo donde habitaban
unos cuantos ancianos que poco a poco fueron muriendo hasta que no quedó nadie y el pueblo desapareció.
Así llegamos a la entrada de una cueva a la que ingresamos para averiguar sus secretos. Con una extraña forma, pero con poca profundidad, Gustavo y yo estábamos a punto de regresar cuando hallamos un raro ejemplar de una tarántula de cavernas, adaptada durante miles de años a vivir en este ambiente sin luz.
Caminando por ese gigantesco paraje nos sentíamos como enanos al voltear a ver los inmensos árboles que apuntaban hacia el firmamento sobre nuestras cabezas así como las rocas del tamaño de casas arrastradas por la poderosa corriente.
Exploramos el interior de frescas cuevas, pero ninguna resultó muy profunda. Por la noche y desde mi tienda de campaña apostada en el solar de Don Juan, veía por entre las rendijas de la madera el movimiento de la familia que nos daba hospedaje al avanzar dentro de su jacal con lo que ellos llaman candil que no es más que una lata con una mecha y gasolina. Una vez que la luz se apagó pude ver el maravilloso brillo de miles de luciérnagas que dejaban adivinar la silueta del cerro frente a nosotros en la negra noche. A la mañana siguiente partimos para San Andrés Teotitlapan, un pueblo con más gente y comercios. Nos despedimos
de Don Juan agradeciendo su hospitalidad.
A lo largo del camino no dejábamos oquedad sin revisar, algunas veces
atravesando por intrincadas marañas de espinos para llegar al fondo de la
dolina. Y así seguimos hasta llegar a nuestro destino. Se nos permitió dormir en la comandancia y por la tarde nos fueron suministrados dos policías para guiarnos a una cueva en donde la gente celebra la conmemoración de las tres caídas del vía crucis ya que según la tradición allí hubo una aparición de una imagen de tal evento. Entramos a un sitio místico, lleno de veladoras y botellas de cerveza donde la gente se congrega por centenares para poder orar en el estrecho pasaje. Encaramados en una alta roca mientras el crepúsculo avanzaba realizamos una evaluación de la expedición, augurando futuros hallazgos y áreas para explorar ya que la zona cuenta con un alto potencial cárstico.
La presencia de vencejos surcando el aire con sus elegantes collares blancos sobre su traje negro nos aconsejan regresar ya que ellos suelen habitar en paredes de cuevas. Así, el atardecer se inunda de colores pastel y comienza una nueva noche. A las cuatro y media de la mañana, heridos por pulgas hambrientas que viven en los petates que nos fueron proporcionados, nos levantamos para no perder el camión que con alarmantes bocinazos anuncia su partida. Un tortuoso viaje de seis horas concluye nuestra travesía por una de las partes más bellas de nuestra nación. La vegetación cambia dramáticamente hasta convertirse en un espinoso desierto que nos indica que ya estamos cerca de Cuicatlán. Y así descansando en el camión de regreso a la ciudad de México, soñando con nuevas aventuras, el trío de exploradores deja abierta una puerta seductora como la danza del fuego en la oscuridad.
Roberto Rojo
–Chibebo- 24/Jun/03
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En toda mi vida alguien me susurraba al oído:
vive, Vive, VIVE!!!
Era la Muerte.
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